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jueves, 13 de agosto de 2015

Buenas tardes querido lector:

Le he soplado el polvo antes de leerlo, con este cuento gané el primero de literatura del Instituto, eran unos cuantos; pero este siempre fue mi favorito. A la memoria de todos esos grandes abuelos, la figura más tierna y noble que pueda existir.

El abuelo de la guarda


Le rodeaba la oscuridad… la lona de su tienda no dejaba filtrar ningún rayo de la luz exterior.
Silencio, nada más que silencio.
Sólo oía su respiración…entrecortada, nerviosa.
Tenía miedo… miedo de las sombras que se cernían sobre la lona de su tienda, parecían vivas y que se burlaban de él, que le acechaban, que se acercaban…iban a cogerle, por eso le invadía el pánico.
También tenía frío.
Un crujido… otro, y otro más, pasos que se aproximaban.
¡Una sombra pegada a su tienda! ¡Una mano que agarraba la cremallera! ¡¡La estaba abriendo!!
Se tapó con la manta y cerró los ojos, pero seguía oyendo la cremallera abrirse.
¡Una mano le tocaba! ¡El monstruo iba a por él!
-¡Ahhh!-.
-¿Carlitos?-.
Abrió los ojitos, luego levantó una punta de la manta. Era extraño, pero aquel monstruo tenía la voz de su abuelo.
-¿Abuelo?- preguntó el niño de seis años, todavía asustado.
-¿Y quién si no?- le respondió con otra pregunta, sonriendo, se imaginaba lo que pensaba, – los monstruos vienen cuando ya estás dormido y ahora estás despierto ¿verdad?-.
-¿Y qué pasará cuando me duerma?- quiso saber.
-Pues que yo estaré a tu lado para espantarlos- le contestó, -¿te vienes un ratito conmigo a la hoguera a calentarte?- le propuso.
El nietito salió inmediatamente y los dos se dirigieron a la fogata, se sentaron en un tronco que crujió bajó su peso.
No sabía por qué, pero su abuelo estaba calentito, así que se quedó pegadito a él mientras respiraba madera chamuscada, hierba húmeda, aire más limpio que el de la ciudad y un pequeño rastro de las salchichas que había comido antes.
Con sus ojitos miró las tiendas de acampar. Una la de sus abuelos, donde estaba su abuela descansando, la otra era la suya y la de sus padres, que estaban en ese momento dando un paseo nocturno. Un árbol al lado de la tienda dejaba tenues sombras con la débil luz de la luna, qué raro, ahora no le parecían tan terroríficas.
Miró hacía arriba y vislumbró un cielo despejado de altos rascacielos, luces artificiales, humos de coches y fábricas, aviones comerciales… sólo estrellas intensas como perlas radiantes en océanos de azul marino y el sol de la noche, la luna.
-Preciosa noche ¿verdad, Carlitos?- opinó su abuelo, en ese momento su nieto podía entender por qué a él le gustaba tanto ir de acampada.
-Abuelito ¿me cuentas una historia?- le pidió, con carita de pena.
-¿Otra? Ya te he contado tres esta tarde, te tengo mimado, tus padres te van a regañar de nuevo que si no duermes con la cabeza llena de fantasías- le recordó.
-Sí, sí, otra, venga, una más, la última- prometió apresurado el pequeño, -y…- añadió, más vacilante.
-¿Y?- inquirió su abuelo, levantando una ceja, instándole a hablar.
-Cuenta una especial- le rogó, tirándole de la chaqueta con ojitos suplicantes.
-¿Por qué? ¿Qué tiene hoy de especial que merezca una historia distinta?- se interesó.
-Que no siempre me la cuentas al lado de las llamas y las estrellas- le respondió con tal naturalidad, encogiéndose de hombros ante la obviedad que su abuelo se rió.
-Especial, vamos a ver, algo distinto, esto…- su abuelo vaciló unos instantes, farfullando para sí mismo, hablando a la vez que pensaba y dejando las frases a medias.
¿Esa? ¿Justamente esa? ¡No! Ni hablar…
¿O sí? ¿Y por qué no?
Se pegó a su nietito, bajó la cabeza, sus ojos denotaban que era algo secreto… algo misterioso, antes de empezar a hablar en susurros su nietito ya estaba encandilado.
-¿Tu sabes de los angelitos? ¿Esas ricuras tan monas con alitas y tocando arpitas todo el santo día?- le preguntó a media voz, poniendo la mano delante como si alguien le fuese a oír y él no lo deseara. El niño asintió al instante con la cabeza tan rápido que hasta se mareó y se tuvo que sujetar la cabeza.
-Los angelitos de la guarda son mis preferidos, así no dejan que venga los malos y tenga pesadillas- intervino, entusiasmado, con ojitos brillantes.
-Si ¿eh? ¡Pues paparruchas! Yo te diré: ni hay querubines ni diablillos con tridente y cola, cuentos chinos- sentenció el abuelo, alzando ahora la voz enérgicamente que hasta sobresaltó a su nietillo.
-¿Lo inventaron los chinos? Papi dice que hoy todo lo hacen los chinos ¿todos los cuentos entonces? Tienen mucha imaginación- comentó Carlitos, no entendiendo bien a su abuelo.
-Ay, lo que es la inocencia, que pena que la perdemos. Bueno, a lo que vamos no me distraigas o sin empezar ya estarás dormido- le recriminó, centrándose y carraspeando para relatársela como sólo un abuelo experimentado en el arte del cuento sabe hacer.
-Ni cielo ni infierno, ni ángeles ni demonios, ni bien ni mal… tan sólo hay lo que ves aquí- le reveló, abriendo la mano para que mirara a su alrededor. El pequeño miró fijamente, esperando ver a algo o alguien detrás de los arrulladores árboles con la suave brisa. Pero es que sólo veía árboles.
-¿El campo?- preguntó, dudoso.
-No, querido, nosotros mismos, nada más. Somos los mismos que vivimos aquí con nuestro cuerpo, pero sólo con el alma en un mundo hecho a nuestros recuerdos y con los nuestros- le explicó con voz tierna.
El pequeño no lo entendió, sin embargo, por la peculiar mirada de su abuelo, tan sincera, comprendió que no se trataba de un cuento, sino una historia de adultos… una real.
-Mira pequeño, al morir sigues siendo tú y te llevas en el alma tus recuerdos y el amor que te han dado los tuyos. Ves el mundo en que has vivido y lo comparten contigo aquellos que te quieren, así encontrarás caras conocidas que te estaban esperando, sonrientes, muy sonrientes. Es más, a su vez, ves a los tuyos que aún viven aquí y te encargas de velar por ellos, cuidar de que sean felices y duerman bien por las noches. De tal modo que al dormir no temas, siempre tendrás a alguien a tu lado- relató.
-¿Tan simple?- se extrañó su nieto.
-Y tan perfecto- asintió su abuelo.
El pequeño se quedó un rato pensando, era curioso, muchos cuentos inventados por su abuelito se los creía a pesar de su sonrisa burlona, pero éste… que dudaba, tenía él una cara tan afable. Su abuelo se lo creía plenamente…
Y cómo él nunca se equivoca, pues ya está. Eso sí, sólo tenía una duda.
-Abuelito, cuando yo muera ¿me estarás esperando? Porque tú sabes que yo me pierdo fácil- le recordó, preocupado.
-Claro que estaré ¿no te he buscado ya cuando te has perdido?- prometió con el corazón en la mano y sonriendo suavemente. –Anda, a dormir- ordenó dándole una suave palmada  en la espalda cuando el niño se levantó.
-¡Carlos! ¿Qué haces ahí tú solito?- le preguntó su padre, regresando del paseo con su madre.
-Es que el abuelo me estaba contando una historia especial- respondió el niño al instante, con una carita radiante.
-Otra vez el abuelo ¿eh? ¿Y qué historia te contó esta vez?- quiso saber la madre, agachándose y revolviéndole el pelo. -Vamos, a la tienda a dormir que mañana no habrá quien me levante, sueña con los angelitos- le deseó su madre dándole un beso.
-Ángeles no- rechazó el niño, corriendo para la tienda, sus padres se miraron y se encogieron de hombros.
-Que imaginación, lleva años soñando con mi padre muerto- comentó el padre, con cierta envidia.

Atentamente

Elena Rojas

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