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jueves, 13 de agosto de 2015

El buscador de sonrisas


El buscador de sonrisas

El niño estaba aburrido de verle siempre así:
Exasperado, es que así estaba todo el tiempo… enojado, irritado, iracundo, encolerizado; da igual como lo quisieras describir, pero siempre estaba insoportable. Era su padre, pero no le extrañaba que le llamaran “don rabietas”.
Su hijo no lo entendía, de mayor quería ser como su papá, sin estar todo el santo día enfadado, obviamente. Sin embargo él, siempre estaba aburrido. Era irónico, porque era la envidia de sus compañeros del colegio, pues pensaban que ser el hijo de un pintor famoso conlleva disfrutar de una vida interesante y apasionante… pero se equivocaban ¡y mucho!
No se pasaba la mayor parte de su tiempo libre en galerías de arte, admirando grandes obras tan dignas como de los maestros del Renacimiento, ni conversando con otros pintores acerca de arte, aún menos en fiestas de champán y trajes de diseño. Es que ni siquiera jugando a ser pintor en el taller, mientras su padre trabajaba o éste enseñándole sus trucos para hacer de cada pincelada un deleite irresistible.
A decir verdad, ni le gustaba lo que pintaba su padre.
Jamás entendía por qué se estresaba tanto para pintar una maniática combinación de círculos, rayas, puntos y siluetas deformes. Ahí se pasaba todo el día delante del cuadro gritando esperando la inspiración a través de sus “ritos”, como el padre calificaba, o manías, como él lo veía. Si le fallaba para inspirarse sus diez minutos y treinta cinco segundos de música de Mozart, probaba con revistas de arte para ver obras horribles (a su entender) de sus compañeros (a los que siempre criticaba y por ello no asistía a una fiesta) para mejorarlas a través de su “sublime talento”, como le gustaba denominar. Si eso no funcionaba empezaba a enfadarse y se ponía a mordisquear furiosamente una zanahoria a la vez que probaba pinceladas al azar para ver que salía de su espontaneidad. La mayoría de veces acababa cogiendo el cuadro y rompiéndolo con la rodilla para empezar de nuevo.
Su hijo no se exasperaba como su padre, pero si se aburría de la monotonía, para él sería tan fácil pintar… si su padre le dejara tocar las pinturas, claro está. No podía porque su padre no podía soportar verlas fuera de su sitio: el azul turquesa debía estar exactamente al lado del azul cielo, separado dos centímetros y medio. De tal modo que se pasaba la tarde, después de clase, oteando por la ventana, que supuestamente el taller de pintura estaba en la buhardilla de la casa para tener una vista con la que inspirarse… pero su padre no se acercaba siquiera a la ventana, no podía perder el tiempo en banalidades, decía.
Pero es que a su hijo le encantaban esas banalidades y las pintaría todas: a la niña de las trenzas que saca todas las tardes a sus dos perritos, al kiosquero con el brazo en alto empuñando el periódico, al anciano con su bastón y su sombrero sentado en el banco, al chico que se da contra la farola cuando ve asomarse a la florista por la puerta de su tienda, al mimo que entretiene cada vez que el semáforo está en rojo…¡y por qué no! Al jovenzuelo de la chaqueta con remiendos que se sienta al lado de las palomas a pintar la fuente y quien esté sentado en ella esa tarde.
Acallaba sus pensamientos nada más pasearle por la mente... pero ya le gustaría que su padre se pareciese un poco al jovenzuelo que una vez acabada la pintura, la regalaba con una sonrisa y un “gracias”.
¿Sonrisa? ¡Eso es! ¡¿Por qué no se le había ocurrido antes?!
Si… estaba… lo vio en el periódico, vaya por dios, rebuscó entre sus cuadernos de tarea el recorte que le había dado su amiga, que conocía a su padre por ser vecina y oír los gritos.
¡Al fin! Ahí estaba, emocionado y con las manos temblorosas el niño de ocho años releyó el anuncio.
“¿Te sientes triste? ¿Andas melancólico? ¿La pesadumbre te persigue y no te abandona? ¿No sabes estar de humor porque el problema no se va por mucho que lo espantes? ¿O acaso eres feliz y es ese vecino quisquilloso que no te deja disfrutar del sol y de las flores de tu jardín? ¡Pues no lo dudes un solo segundo! ¡Llámame y buscaré tu alegría para que recuperes la sonrisa!
Buscador de sonrisas: profesional cualificado con veinte años de experiencia, licenciatura de felicidad, máster en risas y con carnet de especialista de alegría.
(La investigación de dónde encontrar tu sonrisa es gratis en el primer servicio)”.
¡Era justo lo que necesitaba! No había oído ese extraño trabajo, tuvo que haberlo estudiado en una de esas universidades de Harvard o Cambridge de las que su padre despotricaba.
Salió del taller, bajó las escaleras del tropel y cogió el teléfono del pasillo como si de oro se tratara, marcó el número, se dio cuenta que sudaba.
-Despacho de Víctor Manrique, buscador de sonrisas ¿en qué puedo ayudarle?- oyó la voz de una secretaría que decía la frase de corrido mientras masticaba un chicle.
-Pues verá señorita, me gustaría que don Víctor viniera a mi casa para que le enseñara a reír a mi padre, que con la falta de práctica se ha olvidado- arguyó el niño a bajita voz para que no le oyera su padre… pero no, ya su padre vociferaba porque la raya le había quedado cinco grados más oblicua de lo que él deseaba.
-¡Ajá, muchachito! No te preocupes, voy para allá- oyó la voz de un hombre risueño que le había cogido el teléfono a la secretaría, colgó al instante.
-Pero si no le he dicho la dirección- se extrañó el niño, ya iba a marcar cuando sonó el timbre. Dejó un momento el teléfono y bajó otras escaleras para llegar al primer piso y abrir la puerta.
-¿Ma…?-, no le dio tiempo a decir mamá, al abrir un poco la puerta un hombre resuelto entró de sopetón, abriendo la puerta de par en par y entrando a grandes zancadas, casi se lleva al niño por delante.
-Siento la tardanza, no, no hace falta que me informes de la situación, eso se incluye en mis servicios, vamos a ver a tu papá ahora mismo que en un periquete le dolerán los músculos de tanto reír- prometió el hombre subiendo ya por las escaleras.
El niño cerró la puerta perdido aún, viendo a un hombre (del cual no sabría decir su edad) vestido con un traje brillante y con colores chillones, con zapatos de distinto color, una maleta adornada con purpurina y fotos y un bastón con la empuñadura de una sonrisa. Además llevaba gafas de color morado a juego con la boina y una chiva color miel que no paraba de moverse ya que el hombre no paraba de hablar.
-¡Un momento! Mi padre no le gusta las visitas imprevistas- pidió, corriendo tratando de alcanzarlo.
-¡No, no! Ni un segundo que perder, tengo tres clientes más esta tarde y ya son las seis… buenas tardes señor pintor, ¡qué lindo! Bonito taller, pero le hace falta estar más sucio, más pintado, con manchas de color por el suelo y las ventanas para que se vea que es artista de verdad ¿me sigue?- saludó soltando el bastón y el maletín.
Al padre por poco no le dio un síncope, no gritó de rabia, sino de pavor.
-¡Cuidado hijo, un ladrón disfrazado de alienígena payaso!- chilló con voz aguda, amenazando al extraño con un pincel como si de una espada se tratara.
-Está hablando con un erudito de la sonrisa, llevo años de estudio e investigación y… ¿eso lo hizo su hijo? Se nota que aún es pequeño y le falta práctica…- opinó mirando el cuadro a medio pintar.
-¡Eso es mío y son un artista de gran renombre!- protestó, haciendo una floritura con el pincel que se manchó a sí mismo.
-Vamos, que aún no le han dado el premio o la crítica deseada, un pintor frustrado. Es que está usted un tanto cegato, amigo, pinte algo que le dé sentimiento de alegría y conseguirá su ansiado trofeo- aconsejó tras hacer su análisis preliminar revolviendo todo el taller, oteando por la ventana y cogiendo, por último, el cuadro para lanzarlo por la ventana.
-¡¿Cómo se atreve?!- vociferó cuando le cogió la paleta y las pinturas y empezó a pintarrajear a lo loco en un lienzo en blanco. -¡¡Pare!! Loco, lunático, demente, atrofiado mental, chiflado destornillado…- su hijo ya se tapaba los ojos con las manos.
Pero su padre se calló ¿era posible, su padre en silencio? Abrió los ojos, ambos miraban el lienzo… estaba mal hecho, pero ahí estaban: padre e hijo pintando juntos en el parque al lado del jovenzuelo que pinta la fuente, todos riéndose.
-Seguro que usted lo hace mejor, ¡y ponga color!- el buscador de sonrisas cogió su bastón y su maletín y se fue de la misma manera que entró.
Su padre probó y al presentarlo al público fue un total éxito, empezó a pintar cuadros similares siempre al lado de su hijo… ahora ambos sonrientes.

Atentamente,

Elena Rojas

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